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LAS MONTAÑAS NO SE REBELAN, NI LOS MARES SE AMOTINAN.

  • Foto del escritor: sinododelapeninsula 1988
    sinododelapeninsula 1988
  • 28 ago 2024
  • 2 Min. de lectura

Los montes de la tierra, imponentes y monumentales, con sus cimas arañando las nubes, son un testimonio de la autoridad de Dios; permanecen firmes donde fueron edificados por decreto del Arquitecto cósmico. Las aguas, que cubren tres cuartas partes del planeta, son un homenaje a la soberanía divina: cubrieron la tierra hace milenios, no por capricho ni accidente, sino por orden del Señor, para traer juicio sobre la humanidad pecadora. ¿Por qué no ha ocurrido otro diluvio como aquel? ¿Acaso los mares han perdido su fuerza destructora? ¿Son los océanos menos feroces hoy en día? Nada de eso. Pero el Comandante supremo de las aguas no ha dado la orden de avanzar, y ellas se someten con mansedumbre, ocupando los límites trazados por su Capitán.


Cada pequeño arroyo y manantial es un tributo a la Providencia divina, fluyendo por donde Dios les ha trazado el rumbo, regando la tierra, nutriendo las plantas y saciando a los sedientos. ¿Quién guía el curso de estas tranquilas aguas? No es el azar ni la casualidad, sino la generosa mano del Creador, bondadoso y proveedor.

“Subieron los montes, descendieron los valles, al lugar que tú les fundaste. Les pusiste término, el cual no traspasarán, ni volverán a cubrir la tierra. Tú eres el que envía las fuentes por los arroyos; van entre los montes...” (Salmo 104:8-10)


Así pues, las montañas colosales, los quietos arroyos y los tempestuosos mares nos llaman a someternos a Dios. Él gobierna, Él sostiene, Él es sabio. Si los montes acatan Su designio, si los ríos obedecen la ruta por Él trazada y si los mares retroceden ante Su reprensión, ¿Qué es el hombre para altercar contra Su ley, cuestionar Su sabiduría o desafiar Su autoridad?



 
 
 

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